Conozco la sonrisa brillante de las mañanas...
Las tardes melladas,las desdentadas noches.
Sé del aullar de gigantes en lumbres aspas de molino
,sé del letargo de los sentidos entre el estruendo de monedas,sé del néctar de las bocas y de su aliento en la nuca,
sé de las palabras inútiles como bolitas de humo,y de camas deshechas como lienzos desflorados.
Sé de los bordes cortantes del canto herido,
sé de su demencial cordura.
Desconozco, sin embargo, ese rostro vagamente familiar,
que me mira a cada instante desde el espejo...


-kutxi Romero-

26 de abril de 2010

A trote. A Galope.


A trote. Tambaleándome de un lado para otro, mi mente flotaba al ritmo del caballo. Y me agarré fuerte a él, por el miedo que me daba el poder caerme. Derrumbarme.
Derrepente paró, el movimiento cesó, y llegó la calma. Todos querían subirse, además al caballo más fuerte, al que más se movía, el simple paseo parecía insuficiente.
Mientras tanto, el niño, nos miraba desde la altura de su caballo, al que domaba como si fuera una prolongación de su cuerpo. Lo miré fijamente, y un sentimiento de admiración recorrió mi cuerpo. Para él, lo que a mi me parecía inseguro, era lo más seguro del mundo. ¿Cómo le iba a tener miedo a su animal?. Miedo, miedo le tenía al suelo. Miedo le tenía a que la tierra se volviera a enfurecer, miedo le tenía a que su casa volviera a desvanecerse ante sus ojos y convertirse en escombros. Encima de su caballo, se sentía el hombre más seguro del mundo, con 7 años, pero era más hombre que muchos.

Volví a mirar a mi alrededor, y el miedo lo sentí yo. Estábamos ahí 60 desconocidos con un objetivo común, ayudar a reconstruir, no sólo casas, ayudar a reconstruir sus vidas, aplastadas en los escombros. Y me dio miedo, que las ganas de todos, el único factor en común que nos unía, se vieran desechadas por lo de siempre, el dinero.

Costó darse cuenta, que éramos voluntarios, no trabajadores de una municipalidad. En el proceso ayudamos a gente, que no lo necesitaba tanto, y sufríamos cuando los que realmente lo necesitaban nos rogaban que les dejáramos una casa.

Y es que era todo una casualidad, que las mejores casas, las completas hasta con el último clavo, fueran las del tio de la de la municipalidad, la del primo… y que justamente las del señor mayor con problemas de corazón que se nos acerco en su bici, suplicando ayuda, no se pudiera construir, porque le faltaban piezas, pilotes…

Pero el miedo no se materializó del todo, de hecho se convirtió en orgullo. Porque, aunque fueran diez días de lucha constante contra los de siempre, fueron diez días de conocer a personas que daban su alma por ayudar. Personas que se indignaban como yo, que le plantaban cara a quien tenían que plantársela y eran capaces de quedarse trabajando hasta las 11 de la noche con linternas, para reconstruir la vida de quién realmente lo necesitaba. Y a su vez, eran capaces de no mover ni un dedo en signo de protesta, porque el objetivo no era construir mansiones, sino dar hogares a quienes lo habían perdido todo.

La satisfacción del abrazo, del cumpleaños feliz entre lágrimas de emoción, de la sandia como obsequio, de la señora corriendo detrás de un camión para darnos pan, de ver acabado un suelo después de la pelea con los pilotes, de las expresiones de la gente al ver acabado su nuevo hogar y las infinitas palabras de agradecimiento… borran cualquier frustración que algunos tuvimos en momentos, y lo convierte en la experiencia más bonita de mi vida.




A galope, ya no me da miedo el movimiento, no me da miedo caerme, no me da miedo derrumbarme, porque se que si me caigo, no me van a faltar ganas de levantarme, ni gente que me ayude a reconstruirme.